viernes, 7 de septiembre de 2012

PARA PENSAR EN LA "PERSONA" DE LOS DERECHOS HUMANOS



Los derechos humanos han nacido de alguna manera con el advenimiento de la modernidad. Ellos son en gran parte fruto del grito de libertad de las nacientes repúblicas de fines del siglo XVIII. Pero es claro que los ideales que los sostienen no serían tales si no hubiera tras ellos una historia de ideas y concepciones de la vida y del hombre que remiten a un mismo horizonte de comprensión: el pensamiento cristiano  medieval.
Los derechos humanos, los derechos fundamentales o los derechos morales, como quiera uno formularlos, están referidos al hombre y a la concepción que se ha tenido del mismo, desde antiguo hasta el presente. Pero es la tradición cristiana que concibe al hombre como persona la que fundará teóricamente la historia filosófica de los derechos humanos. Con el cristianismo y su comprensión del hombre es que se abre el horizonte de comprensión de la dignidad, un concepto heredado por la modernidad y especialmente fundamental para la teorización de los derechos del hombre.

La tradición griega había descubierto la importancia del alma para la comprensión del hombre. Aunque esta psyche aún se entendía en relación con el alma universal, y en ella había una suerte de condicionamiento respecto del cuerpo, los griegos habían señalado en ella algunos aspectos determinantes para la posteridad tales como el carácter voluntario de los actos humanos, aquello que podía hacer del hombre un sujeto “libre”. No es todavía, ni de modo aproximado, el concepto de libertad que defenderán los liberales modernos, pero lo preludia, y en ello está parte de lo que los cristianos entenderán por persona.
Además, la definición aristotélica del hombre como animal racional, supondrá la puntualización de la racionalidad humana como un aspecto fundamental para su específica comprensión. Con ello podía imaginar uno qué podía ser el hombre como ser racional, qué cabía exigirle como sujeto voluntario y racional. En qué medida también era posible para él la persecución de su propia felicidad toda vez que su alma estaba provista de virtudes cuya práctica le facilitarían el acceso a ese su fin natural.
Además, el mundo griego proveerá a la posteridad de una herramienta conceptual que le permitirá entender la sociabilidad humana. El hombre es un ser social por naturaleza, y un animal político, diríamos, en consecuencia. Esta caracterización fundamental, junto con la racionalidad, desliga al hombre de la pertenencia al mundo de los animales, con quienes comparte tanto que podía uno imaginar, si no hace las distinciones mencionadas, que no hay en él más que ligeros añadidos sobre una animalidad manifiesta y propia en tanto es fruto de la misma naturaleza.
La antropología filosófica griega, no obstante esta consideración especial, y que hace de los filósofos griegos los grandes maestros de la cultura occidental,  no llega, a pesar de ello, a esclarecer del todo la singularidad de la naturaleza humana. Pues, si bien podía uno encontrar en estos pensamientos razones para saberse distintos y bendecidos por los dioses con un don especial: la construcción de la propia felicidad,  no hay, en ellos, elementos que permitan, de modo categórico, entender qué significa ser este hombre específico, y no el ser tal por ser hombre, por pertenecer a la clase o especie humana.
Además, en tanto así era comprendida, la especie humana era una entre otras, con lo cual, no quedaba resuelto para el hombre de occidente, la especial razón de ser de la vida humana. El misterio de la muerte, la propia vida, el sentido de la propia y singular vida que cada hombre llevaba, quedaban absorbidas o difuminadas en la abstracta categoría humana de ser un “animal racional”
Con el advenimiento del cristianismo la concepción del hombre es substancialmente modificada. En principio porque la verdad que trae este Dios revelará una verdad para el hombre, del hombre mismo. No se trata ya de un Dios que poco o nada tiene que ver con los hombres, ni de un Dios que tenga en sus manos el destino de los mismos, con cuya arbitrariedad, la libertad humana es sólo una quimera. No se trata de un Dios que pareciera más humano que los mismos hombres, en lo que Platón, después de Jenófanes, había ya cuestionado a los poetas griegos. Tampoco se trata de un Dios tan próximo a los hombres, que lucha al lado de ellos y contra otros hombres, como en la Iliada, ni un Dios tan lejano que debe ser el hombre quien propicie la mirada de este Dios con ofrendas y ritos, y así esperar que éste le sea favorable.
En principio se trata de algo muy nuevo para la idea que los hombres de la antigüedad tenían de Dios. Se trata de un Dios que se hizo hombre, y siendo hombre es Dios mismo. Se trata de uno que  se hace él mismo el sacrificio por el cual no se busca otra cosa que la salvación de cada hombre. Se trata en suma de uno que, con su manifestación en cuerpo humano y su sacrificio en la cruz, le revela a cada hombre el valor que tiene, por encima de cualquier consideración. En su encarnación, en su vida, en su pasión, en su muerte, en su resurrección, y quizás de un modo sublime y místico en la misma cruz, le revela al hombre su valor. Es un Dios que se revela en cada hombre, sin ser cada hombre, pero para decirle con ello que todo hombre, al igual que él, es diferente, único, irrepetible, incomparable, en suma, muy valioso. Que por todo ello, que por esa unicidad singular, nada puede estar por encima suyo, sino que todo debe ordenarse hacia el fortalecimiento de su ser y el logro de su plenitud. En esto se entiende su dignidad. La condición humana está así marcada por la dignidad que tiene cada uno en virtud de ser persona. Por ser persona, se es libre e inteligente, con las capacidades para desarrollarse y alcanzar así una vida, que por ordenar todo a el fortalecimiento y la plenitud de su ser personal, sería una vida digna. Una vida digna que de ningún modo puede lograrse contraviniendo la vida digna del otro. Por el contrario la dignidad del hombre, en tanto ser hecho a imagen y semejanza de Dios, se encuentra también en la relación con el otro, para quien su ser es significativo en la medida en que su vocación es a la vida con otros y para estar al servicio de aquellos a quienes el  mismo Dios confía. Bajo esta concepción el ser humano es social por creación divina, y social y comunitario como Dios mismo es comunidad. La persona bajo esta mirada adquiere una suerte de derechos que le son dados y no derivan de las consideraciones legales, sociales y propias del conocimiento al que históricamente ha llegado el hombre sobre la naturaleza.
Este es un punto altamente controversial, pues tendríamos que asumir que hay sólo un modo de conocer la verdad del hombre, o que tal conocimiento está conferido de un modo tal que sus bases no pueden ser cuestionadas de aquí en adelante. Supuesto que precisamente, con el desarrollo del nominalismo medieval y el subsecuente empirismo inglés, se fue derrumbando hasta la necesaria edificación de nuevos modos racionales y modernos de comprender al hombre.
No obstante el embate empirista que desbarató el andamiaje conceptual de la escolástica y la metafísica tradicional, había quedado sembrada la idea de la dignidad humana como un límite moral que se respetaría a la hora de considerar los derechos y deberes del hombre. El valor de lo humano va a reformularse en los términos que asegure un nuevo método de conocer, un modo más cierto de conocer. De modo que superado los escollos descubiertos por el nominalismo pudiese reconstruirse la frontera conceptual perdida, pero ahora afirmada en el suelo firme de la certeza racional.
Renato Descartes promete la construcción de esa ciencia universal, aquella que le brindase al hombre la certeza absoluta de todo, y la satisfacción de las más importantes cuestiones humanas, incluida aquella que interroga por el mismo hombre. Precisamente el hombre va a ser comprendido en esta nueva antropología de modo basal.
Tras haber sometido a duda los criterios gnoseológicos humanos tradicionales, Descartes concluye que la razón será la instancia de certeza que revele al hombre la verdad de todas las cosas en la medida en que sean verdades deducidas del axioma descubierto por la razón: si pienso luego existo. El hombre así, no sería otra cosa que una cosa que piensa, siente, quiere, imagina, etc. El cogito es la plataforma de las ideas cuya claridad y distinción permitirán la representación exacta y sin error de la realidad.
El aparato racional erigido de este modo, aunque rudimentario aún, revela en gran medida la intención que caracteriza al pensar racional moderno: el interés de saberlo todo para poder controlarlo todo. El esquema por otro lado tiene la estructura del aparato, de la máquina. De aquello que puede hallar en sí el motor, la propia movilidad, y no depender de otro como el hombre. Este giro lejos de ser la solución esperada por la contra reforma y el espíritu de reconstrucción racional de la filosofía que hacía falta a la teología de entonces, anuncia el futuro desastroso de un mundo en que la razón lejos de liberar al hombre lo ahoga en las consecuencias de su fría y sistemática deducción de lo que debe ser la realidad, la historia, el hombre mismo. De ahí al sistema racional de elección y que funda el tiempo basado en la optimización y la acción basada en la conveniencia, o las razones de estado, ya solo hay un paso.
Kant descubre que la concepción racionalista previa y moderna estaba eludiendo una condición ya considerada por el pensamiento cristiano anterior. La libertad humana había sido excluida de aquel andamiaje conceptual que todo lo reducía a la lógica racionalista del pensar claro y distinto. Era necesario superar aquella concepción en que se suponía un mundo a imagen del cogito, la imagen del mundo como representación del sujeto cognoscente. Algo andaba mal en aquel proceso deductivo racional operado por Descartes y que de pronto colocaba el deber ser en el terreno en el que no había mas que suposiciones sobre el ser. El error que suponía imaginar el deber ser a partir del ser, urgía pensar las condiciones racionales del deber.
Así como sucedió a nivel de la fundamentación racional del conocer, así también buscará fundamentar de la acción moral apelando a la subjetividad trascendental. En esta fundamentación del deber se configurará a su vez aquella idea de dignidad que tiene toda persona por ser persona.
Kant sostiene que el hombre posee naturalmente una voluntad que está orientada a la consecución de un bien, de modo que uno puede argüir que no hay voluntad mala, sino que todo acto voluntario estaría orientado al bien de modo natural. Sin embargo, esta orientación es sólo eso, una orientación que permanece como la intención detrás de los actos que por ser tales no siempre suponen la consecución del fin esperado. La buena intención de hecho no basta en la tarea de lograr hacer un bien. Es así, que no teniendo en la ciencia las reglas formales que puedan orientar al hombre en su vida moral, como sí esperaba que sucediese Descartes, Kant apelará a la racionalidad práctica trascendental para determinar las condiciones racionales de la acción moral.
El hombre que busque el bien tendrá que guiarse por los mandatos o deberes que manda la razón sobre la voluntad. Estos imperativos fundamentales se agrupan bajo tres enunciados que dejan más claramente expuesta la visión moderna y racionalista del hombre. No es el caso que analicemos los tres, pero sí volver la mirada sobre la segunda formulación que dice mas o menos así, de acuerdo a la traducción que uno posea: “cuando actúes trata al otro, en tu persona, como en la persona del otro, no sólo como un medio, sino sobre todo como un fin”.
Bajo la consideración de este mandato racional, los hombres tendrían que ser capaces de ver en los otros a personas que por serlo son ante todos seres con una finalidad en la vida. El deber de cada persona sería actuar teniendo en cuenta esa condición del otro y de uno mismo.  Una situación que haría posible el hacer preguntas del tipo: ¿es tal acto determinado uno que respeta o afecta la condición del otro respecto de su finalidad en la vida? Si la afecta, es mi deber no realizarlo. Si no la afecta, pero afecta la mía propia respecto de mi finalidad, es algo que tampoco debo hacer. Si entiendo que por ser personas y tener la condiciones de fines las personas son siempre personas dignas, es mi deber, un imperativo racional, el que actúe en respeto irrestricto de la dignidad de las personas, de la mía propia como de las otras.
En la declaración de los derechos humanos esta consideración es fundamental. La dignidad de las personas será el límite de los actos que uno realice. Por la dignidad de la persona humana se debe limitar el ejercicio de las libertades individuales. Con esto Kant ha colocado además, el valor de la libertad en una dimensión que implica la responsabilidad. Pero además ha superado el esquema sistemático cartesiano en el que se esperaba de la ciencia, el saber externo a uno, el conocimiento de los propios deberes. Kant, en la medida en que encuentra en la razón, por el ejercicio de la misma razón, tales deberes, plantea así la posibilidad de una moral autónoma. Aquello que exige al hombre desde el hombre mismo. Por ser racional el hombre no necesitaría más de una instancia externa y ajena a su propia conciencia para que le recordase y obligase a responder de acuerdo a sus deberes. En la medida en que es racional cada hombre sabe desde sí mismo cuales son sus deberes, para consigo y para con los demás. Y en ello es que halla su significado como persona para sí: es libre. Piensa por sí mismo, decide por sí mismo, y respeta desde sí  mismo la condición que de modo semejante a la suya tiene cada ser personal con que tiene que habérselas.
En Hegel la historia detrás del descubrimiento de la persona y su dignidad tiene otro giro. Concibe al hombre como un modo de la substancia sujeto que es el Espíritu. El hombre es el medio por el cual el Espíritu es consciente de sí mismo. El hombre es el medio por el cual el Espíritu se auto-recupera, se auto-posee. El hombre también es libertad pues trabaja y así se auto-recupera en la posesión de su historia, pero el ser el “medio” del espíritu lo hace peligrosamente susceptible de ser cosificado: así, no sólo resultará que lo real es racional, sino que lo racional es real, y así de pronto la historia tiene un fin (la auto-recuperación del Espíritu absoluto) y siendo el hombre quien hace la historia, sólo faltará interpretar el fin de la historia para que el hombre quede como simple medio para el logro de este fin, que podría proceder no tanto de lo que en sí busca el Espíritu, sino de una señalada interpretación detrás de la cual no habría pocas razones para distinguir en este prejuicio histórico el eurocentrismo que se la achaca a Hegel. La liberación del hombre no sería tal si ha de ser el medio para un fin supuesto para la historia.
Los existencialistas descubren el formalismo idealista de Kant y Hegel, ya el uno en el formalismo abstracto que desatiende los casos o las circunstancias concretas en las que una persona se halla en un dilema moral, o ya el otro que había elevado al hombre al plano de lo racional hasta perder su existencia en la lógica de los conceptos.
El pensador existencialista entiende que el hombre es libertad, que su existencia es esta libertad en cada circunstancia, y que en ese flujo de circunstancias la libertad no es un asunto sencillo de asumir, más bien, el dolor y sufrimiento, son los rasgos más propiamente humanos. Frente a la lógica de los conceptos oponen los existencialistas la contingencia de  las circunstancias. Frente a la esencia humana como libertad por los idealistas oponen la visión de la realidad contingente de la existencia humana, siendo lo propio de esta libertad, el azar más que la necesidad.
Marx, lector interesado de Hegel, identificará el destino de la historia con la construcción del comunismo - siendo el hombre el artífice de tal construcción. En Marx, más que en ninguno pensador anterior, el hombre es reducido  a la condición de simple medio para la realización del plan racional de la historia. Su objetivación como mera fuerza de trabajo en un horizonte de producción es tan cosita como cuando lo objetiva en las fuerzas revolucionarias que traen hacia el presente el destino en el que los hombres vivirán en la justicia plena de la sociedad sin clases.
El existencialismo de Sartre se distingue del de Kierkegaard, en parte, en que ha negado para el hombre, toda trascendencia - acorde con su posición marxista atea - no siendo más el hombre un ser con esencia alguna que no sea la libertad, la cual a su vez es vivida por el hombre con angustia, pues es consciente que por ella lo puede todo, menos ser Dios, y sin embargo, quiere ser Dios, y al no poder serlo descubre en ese fracaso su nulidad, su ser para la muerte: el hombre es una pasión inútil. Y sin embargo, libre. Es en ella en que encuentra la posibilidad de construir su vida como proyecto, sin hacerse ilusiones trascendentes respecto de ella, pero sabiendo que por lo menos esto le puede dar sentido, así, libertad y responsabilidad van a ir de la mano para el pensador francés.
Esta historia, escrita muy apresuradamente y con fines solo de divulgación, no puede dejar de notar la relevancia que ha adquirido en el presente el utilitarismo como el pragmatismo, así como el relativismo que invoca la vida tolerante.
Como fuera que sea, se puede entender que la comprensión del hombre no ha sido de suyo evidente. No se ha llegado a los mismos términos cada vez que en épocas y coyunturas sociales y políticas distintas se pensó al ser humano y su “esencia”.
Podemos sintetizar estos esfuerzos en dos grandes líneas que precisamente perfilaran la naturaleza de los derechos humanos: dependiendo de cómo se conciba la condición humana parece ser que los derechos son anteriores a lo que establece la ley, y así tendríamos un derecho natural acorde con el pensamiento cristiano medieval y racionalista, mientras que en el contexto del pensamiento contractualista moderno los derechos procederían precisamente de aquello que establecen las normas elegidas por los hombres de las comunidades.
No es el caso que resolvamos ahora esta disyuntiva. Sólo la hacemos evidente, para ponernos a pensar por ejemplo en el contexto del pensamiento de Kant, si el que uno tiene derecho a la libertad sea un asunto que procede de la ley o de su condición natural. Es claro que para Kant se trata de una condición natural, pues por ser racional está inscrito en él la posibilidad de una vida autónoma tanto como el respeto de su dignidad.
Más es necesario caer en la cuenta que hoy en día existen argumentos muy sólidos que cuestionan la idea de una tal “naturaleza humana”, de donde cabría pensar que más bien tales derechos, cuyo respeto es una buena idea para la convivencia pacífica entre los hombres, son fruto del diálogo y consenso, y no derivados de instancias trascendentales ubicadas en lo divino o en la condición racional natural humana.
Los hombres hoy son conscientes del racionalismo que despertó ideologías que lejos de buscar la vida pacífica entre los hombres, buscaron la idea de justicia, la justicia para unos hombres violando, por ejemplo, el derecho a la vida de otros. Hoy existe una sensibilidad aguda sobre aquellos relatos que parecen venir de fuera de la sociedad y que violan los derechos de uno en nombre de unos derechos que pueden estar más enraizados en teorías, ideas de lo real, que en lo real mismo, en la condición contingente de los seres humanos.
La sospecha puesta sobre el discurso iusnaturalista de corte religioso se extiende igualmente en una sociedad que ha apostado por la tolerancia religiosa, por el relativismo y por una lógica que distingue lo justo de lo moral, y que lejos de buscar el bien, una idea de bien, persigue en cambio lo que en cada caso es “correcto”.
Aún no se ha dicho la última palabra sobre estas cuestiones relativas a la fundamentación filosófica de los derechos humanos, y sólo he pretendido motivar un estudio profundo sobre el tema, para su discusión posterior.




[1] Licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Profesor de Filosofía de la Universidad de San Martín de Porres, del Seminario Mayor “San Martin de Porres” de la diócesis de Chosica, y del Instituto de Estudios Social Cristianos. Actualmente realiza una investigación sobre la ética utilitaria, y realiza los estudios conducentes al grado de doctor en filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

1 comentario:

Marilia dijo...

Sabemos que hay una contradicción, con el pensamiento posmoderno y la muerte del relato cristiano. Tomado el cristianismo como un mecanismo de control social. No sé profesor, si es que fuese posible que cuelgue en la Nave alguna parte del libro " Modernidad líquida y la fragilidad de los vínculos humanos" de Bauman, o de repente algún video relacionado; con la finalidad que queden un poco más claros los fundamentos y declive de la Modernidad. Gracias.