Los derechos humanos han nacido de alguna manera con el advenimiento de la modernidad. Ellos son en gran parte fruto del grito de libertad de las nacientes repúblicas de fines del siglo XVIII. Pero es claro que los ideales que los sostienen no serían tales si no hubiera tras ellos una historia de ideas y concepciones de la vida y del hombre que remiten a un mismo horizonte de comprensión: el pensamiento cristiano medieval.
Los
derechos humanos, los derechos fundamentales o los derechos morales, como
quiera uno formularlos, están referidos al hombre y a la concepción que se ha
tenido del mismo, desde antiguo hasta el presente. Pero es la tradición
cristiana que concibe al hombre como persona la que fundará teóricamente la
historia filosófica de los derechos humanos. Con el cristianismo y su
comprensión del hombre es que se abre el horizonte de comprensión de la
dignidad, un concepto heredado por la modernidad y especialmente fundamental
para la teorización de los derechos del hombre.
La
tradición griega había descubierto la importancia del alma para la comprensión
del hombre. Aunque esta psyche aún se entendía en relación con el alma
universal, y en ella había una suerte de condicionamiento respecto del cuerpo,
los griegos habían señalado en ella algunos aspectos determinantes para la
posteridad tales como el carácter voluntario de los actos humanos, aquello que
podía hacer del hombre un sujeto “libre”. No es todavía, ni de modo aproximado,
el concepto de libertad que defenderán los liberales modernos, pero lo
preludia, y en ello está parte de lo que los cristianos entenderán por persona.
Además,
la definición aristotélica del hombre como animal racional, supondrá la
puntualización de la racionalidad humana como un aspecto fundamental para su
específica comprensión. Con ello podía imaginar uno qué podía ser el hombre
como ser racional, qué cabía exigirle como sujeto voluntario y racional. En qué
medida también era posible para él la persecución de su propia felicidad toda
vez que su alma estaba provista de virtudes cuya práctica le facilitarían el
acceso a ese su fin natural.
Además,
el mundo griego proveerá a la posteridad de una herramienta conceptual que le
permitirá entender la sociabilidad humana. El hombre es un ser social por naturaleza,
y un animal político, diríamos, en consecuencia. Esta caracterización
fundamental, junto con la racionalidad, desliga al hombre de la pertenencia al
mundo de los animales, con quienes comparte tanto que podía uno imaginar, si no
hace las distinciones mencionadas, que no hay en él más que ligeros añadidos
sobre una animalidad manifiesta y propia en tanto es fruto de la misma
naturaleza.
La
antropología filosófica griega, no obstante esta consideración especial, y que
hace de los filósofos griegos los grandes maestros de la cultura
occidental, no llega, a pesar de ello, a
esclarecer del todo la singularidad de la naturaleza humana. Pues, si bien
podía uno encontrar en estos pensamientos razones para saberse distintos y
bendecidos por los dioses con un don especial: la construcción de la propia
felicidad, no hay, en ellos, elementos
que permitan, de modo categórico, entender qué significa ser este hombre
específico, y no el ser tal por ser hombre, por pertenecer a la clase o especie
humana.
Además,
en tanto así era comprendida, la especie humana era una entre otras, con lo
cual, no quedaba resuelto para el hombre de occidente, la especial razón de ser
de la vida humana. El misterio de la muerte, la propia vida, el sentido de la
propia y singular vida que cada hombre llevaba, quedaban absorbidas o
difuminadas en la abstracta categoría humana de ser un “animal racional”
Con
el advenimiento del cristianismo la concepción del hombre es substancialmente
modificada. En principio porque la verdad que trae este Dios revelará una
verdad para el hombre, del hombre mismo. No se trata ya de un Dios que poco o
nada tiene que ver con los hombres, ni de un Dios que tenga en sus manos el
destino de los mismos, con cuya arbitrariedad, la libertad humana es sólo una quimera.
No se trata de un Dios que pareciera más humano que los mismos hombres, en lo
que Platón, después de Jenófanes, había ya cuestionado a los poetas griegos.
Tampoco se trata de un Dios tan próximo a los hombres, que lucha al lado de
ellos y contra otros hombres, como en la Iliada, ni un Dios tan lejano que debe
ser el hombre quien propicie la mirada de este Dios con ofrendas y ritos, y así
esperar que éste le sea favorable.
En
principio se trata de algo muy nuevo para la idea que los hombres de la antigüedad
tenían de Dios. Se trata de un Dios que se hizo hombre, y siendo hombre es Dios
mismo. Se trata de uno que se hace él
mismo el sacrificio por el cual no se busca otra cosa que la salvación de cada
hombre. Se trata en suma de uno que, con su manifestación en cuerpo humano y su
sacrificio en la cruz, le revela a cada hombre el valor que tiene, por encima
de cualquier consideración. En su encarnación, en su vida, en su pasión, en su
muerte, en su resurrección, y quizás de un modo sublime y místico en la misma
cruz, le revela al hombre su valor. Es un Dios que se revela en cada hombre,
sin ser cada hombre, pero para decirle con ello que todo hombre, al igual que
él, es diferente, único, irrepetible, incomparable, en suma, muy valioso. Que
por todo ello, que por esa unicidad singular, nada puede estar por encima suyo,
sino que todo debe ordenarse hacia el fortalecimiento de su ser y el logro de
su plenitud. En esto se entiende su dignidad. La condición humana está así
marcada por la dignidad que tiene cada uno en virtud de ser persona. Por ser persona, se es libre e inteligente, con las
capacidades para desarrollarse y alcanzar así una vida, que por ordenar todo a
el fortalecimiento y la plenitud de su ser personal, sería una vida digna. Una
vida digna que de ningún modo puede lograrse contraviniendo la vida digna del
otro. Por el contrario la dignidad del hombre, en tanto ser hecho a imagen y
semejanza de Dios, se encuentra también en la relación con el otro, para quien
su ser es significativo en la medida en que su vocación es a la vida con otros
y para estar al servicio de aquellos a quienes el mismo Dios confía. Bajo esta concepción el
ser humano es social por creación divina, y social y comunitario como Dios
mismo es comunidad. La persona bajo esta mirada adquiere una suerte de derechos
que le son dados y no derivan de las consideraciones legales, sociales y
propias del conocimiento al que históricamente ha llegado el hombre sobre la
naturaleza.
Este
es un punto altamente controversial, pues tendríamos que asumir que hay sólo un
modo de conocer la verdad del hombre, o que tal conocimiento está conferido de
un modo tal que sus bases no pueden ser cuestionadas de aquí en adelante.
Supuesto que precisamente, con el desarrollo del nominalismo medieval y el subsecuente
empirismo inglés, se fue derrumbando hasta la necesaria edificación de nuevos
modos racionales y modernos de comprender al hombre.
No
obstante el embate empirista que desbarató el andamiaje conceptual de la
escolástica y la metafísica tradicional, había quedado sembrada la idea de la
dignidad humana como un límite moral que se respetaría a la hora de considerar
los derechos y deberes del hombre. El valor de lo humano va a reformularse en
los términos que asegure un nuevo método de conocer, un modo más cierto de
conocer. De modo que superado los escollos descubiertos por el nominalismo
pudiese reconstruirse la frontera conceptual perdida, pero ahora afirmada en el
suelo firme de la certeza racional.
Renato
Descartes promete la construcción de esa ciencia universal, aquella que le
brindase al hombre la certeza absoluta de todo, y la satisfacción de las más
importantes cuestiones humanas, incluida aquella que interroga por el mismo
hombre. Precisamente el hombre va a ser comprendido en esta nueva antropología
de modo basal.
Tras
haber sometido a duda los criterios gnoseológicos humanos tradicionales,
Descartes concluye que la razón será la instancia de certeza que revele al
hombre la verdad de todas las cosas en la medida en que sean verdades deducidas
del axioma descubierto por la razón: si pienso luego existo. El hombre así, no
sería otra cosa que una cosa que piensa, siente, quiere, imagina, etc. El
cogito es la plataforma de las ideas cuya claridad y distinción permitirán la
representación exacta y sin error de la realidad.
El
aparato racional erigido de este modo, aunque rudimentario aún, revela en gran
medida la intención que caracteriza al pensar racional moderno: el interés de
saberlo todo para poder controlarlo todo. El esquema por otro lado tiene la
estructura del aparato, de la máquina. De aquello que puede hallar en sí el
motor, la propia movilidad, y no depender de otro como el hombre. Este giro
lejos de ser la solución esperada por la contra reforma y el espíritu de
reconstrucción racional de la filosofía que hacía falta a la teología de
entonces, anuncia el futuro desastroso de un mundo en que la razón lejos de
liberar al hombre lo ahoga en las consecuencias de su fría y sistemática deducción
de lo que debe ser la realidad, la historia, el hombre mismo. De ahí al sistema
racional de elección y que funda el tiempo basado en la optimización y la
acción basada en la conveniencia, o las razones de estado, ya solo hay un paso.
Kant
descubre que la concepción racionalista previa y moderna estaba eludiendo una
condición ya considerada por el pensamiento cristiano anterior. La libertad
humana había sido excluida de aquel andamiaje conceptual que todo lo reducía a
la lógica racionalista del pensar claro y distinto. Era necesario superar
aquella concepción en que se suponía un mundo a imagen del cogito, la imagen
del mundo como representación del sujeto cognoscente. Algo andaba mal en aquel
proceso deductivo racional operado por Descartes y que de pronto colocaba el
deber ser en el terreno en el que no había mas que suposiciones sobre el ser.
El error que suponía imaginar el deber ser a partir del ser, urgía pensar las
condiciones racionales del deber.
Así
como sucedió a nivel de la fundamentación racional del conocer, así también
buscará fundamentar de la acción moral apelando a la subjetividad trascendental.
En esta fundamentación del deber se configurará a su vez aquella idea de
dignidad que tiene toda persona por ser persona.
Kant
sostiene que el hombre posee naturalmente una voluntad que está orientada a la
consecución de un bien, de modo que uno puede argüir que no hay voluntad mala,
sino que todo acto voluntario estaría orientado al bien de modo natural. Sin
embargo, esta orientación es sólo eso, una orientación que permanece como la
intención detrás de los actos que por ser tales no siempre suponen la
consecución del fin esperado. La buena intención de hecho no basta en la tarea
de lograr hacer un bien. Es así, que no teniendo en la ciencia las reglas
formales que puedan orientar al hombre en su vida moral, como sí esperaba que
sucediese Descartes, Kant apelará a la racionalidad práctica trascendental para
determinar las condiciones racionales de la acción moral.
El
hombre que busque el bien tendrá que guiarse por los mandatos o deberes que manda
la razón sobre la voluntad. Estos imperativos fundamentales se agrupan bajo
tres enunciados que dejan más claramente expuesta la visión moderna y
racionalista del hombre. No es el caso que analicemos los tres, pero sí volver
la mirada sobre la segunda formulación que dice mas o menos así, de acuerdo a
la traducción que uno posea: “cuando actúes trata al otro, en tu persona, como
en la persona del otro, no sólo como un medio, sino sobre todo como un fin”.
Bajo
la consideración de este mandato racional, los hombres tendrían que ser capaces
de ver en los otros a personas que por serlo son ante todos seres con una
finalidad en la vida. El deber de cada persona sería actuar teniendo en cuenta
esa condición del otro y de uno mismo.
Una situación que haría posible el hacer preguntas del tipo: ¿es tal
acto determinado uno que respeta o afecta la condición del otro respecto de su
finalidad en la vida? Si la afecta, es mi deber no realizarlo. Si no la afecta,
pero afecta la mía propia respecto de mi finalidad, es algo que tampoco debo
hacer. Si entiendo que por ser personas y tener la condiciones de fines las
personas son siempre personas dignas, es mi deber, un imperativo racional, el
que actúe en respeto irrestricto de la dignidad de las personas, de la mía
propia como de las otras.
En
la declaración de los derechos humanos esta consideración es fundamental. La
dignidad de las personas será el límite de los actos que uno realice. Por la
dignidad de la persona humana se debe limitar el ejercicio de las libertades individuales.
Con esto Kant ha colocado además, el valor de la libertad en una dimensión que
implica la responsabilidad. Pero además ha superado el esquema sistemático
cartesiano en el que se esperaba de la ciencia, el saber externo a uno, el
conocimiento de los propios deberes. Kant, en la medida en que encuentra en la
razón, por el ejercicio de la misma razón, tales deberes, plantea así la
posibilidad de una moral autónoma. Aquello que exige al hombre desde el hombre
mismo. Por ser racional el hombre no necesitaría más de una instancia externa y
ajena a su propia conciencia para que le recordase y obligase a responder de
acuerdo a sus deberes. En la medida en que es racional cada hombre sabe desde
sí mismo cuales son sus deberes, para consigo y para con los demás. Y en ello
es que halla su significado como persona para sí: es libre. Piensa por sí
mismo, decide por sí mismo, y respeta desde sí
mismo la condición que de modo semejante a la suya tiene cada ser
personal con que tiene que habérselas.
En
Hegel la historia detrás del descubrimiento de la persona y su dignidad tiene
otro giro. Concibe al hombre como un modo de la substancia sujeto que es el
Espíritu. El hombre es el medio por el cual el Espíritu es consciente de sí
mismo. El hombre es el medio por el cual el Espíritu se auto-recupera, se auto-posee.
El hombre también es libertad pues trabaja y así se auto-recupera en la
posesión de su historia, pero el ser el “medio” del espíritu lo hace
peligrosamente susceptible de ser cosificado: así, no sólo resultará que lo real
es racional, sino que lo racional es real, y así de pronto la historia tiene un
fin (la auto-recuperación del Espíritu absoluto) y siendo el hombre quien hace
la historia, sólo faltará interpretar el fin de la historia para que el hombre
quede como simple medio para el logro de este fin, que podría proceder no tanto
de lo que en sí busca el Espíritu, sino de una señalada interpretación detrás
de la cual no habría pocas razones para distinguir en este prejuicio histórico
el eurocentrismo que se la achaca a Hegel. La liberación del hombre no sería tal
si ha de ser el medio para un fin supuesto para la historia.
Los
existencialistas descubren el formalismo idealista de Kant y Hegel, ya el uno
en el formalismo abstracto que desatiende los casos o las circunstancias
concretas en las que una persona se halla en un dilema moral, o ya el otro que
había elevado al hombre al plano de lo racional hasta perder su existencia en
la lógica de los conceptos.
El
pensador existencialista entiende que el hombre es libertad, que su existencia
es esta libertad en cada circunstancia, y que en ese flujo de circunstancias la
libertad no es un asunto sencillo de asumir, más bien, el dolor y sufrimiento,
son los rasgos más propiamente humanos. Frente a la lógica de los conceptos
oponen los existencialistas la contingencia de
las circunstancias. Frente a la esencia humana como libertad por los
idealistas oponen la visión de la realidad contingente de la existencia humana,
siendo lo propio de esta libertad, el azar más que la necesidad.
Marx,
lector interesado de Hegel, identificará el destino de la historia con la
construcción del comunismo - siendo el hombre el artífice de tal construcción.
En Marx, más que en ninguno pensador anterior, el hombre es reducido a la condición de simple medio para la
realización del plan racional de la historia. Su objetivación como mera fuerza
de trabajo en un horizonte de producción es tan cosita como cuando lo objetiva
en las fuerzas revolucionarias que traen hacia el presente el destino en el que
los hombres vivirán en la justicia plena de la sociedad sin clases.
El
existencialismo de Sartre se distingue del de Kierkegaard, en parte, en que ha
negado para el hombre, toda trascendencia - acorde con su posición marxista
atea - no siendo más el hombre un ser con esencia alguna que no sea la
libertad, la cual a su vez es vivida por el hombre con angustia, pues es consciente
que por ella lo puede todo, menos ser Dios, y sin embargo, quiere ser Dios, y
al no poder serlo descubre en ese fracaso su nulidad, su ser para la muerte: el
hombre es una pasión inútil. Y sin embargo, libre. Es en ella en que encuentra
la posibilidad de construir su vida como proyecto, sin hacerse ilusiones
trascendentes respecto de ella, pero sabiendo que por lo menos esto le puede
dar sentido, así, libertad y responsabilidad van a ir de la mano para el
pensador francés.
Esta
historia, escrita muy apresuradamente y con fines solo de divulgación, no puede
dejar de notar la relevancia que ha adquirido en el presente el utilitarismo
como el pragmatismo, así como el relativismo que invoca la vida tolerante.
Como
fuera que sea, se puede entender que la comprensión del hombre no ha sido de
suyo evidente. No se ha llegado a los mismos términos cada vez que en épocas y
coyunturas sociales y políticas distintas se pensó al ser humano y su “esencia”.
Podemos
sintetizar estos esfuerzos en dos grandes líneas que precisamente perfilaran la
naturaleza de los derechos humanos: dependiendo de cómo se conciba la condición
humana parece ser que los derechos son anteriores a lo que establece la ley, y
así tendríamos un derecho natural acorde con el pensamiento cristiano medieval
y racionalista, mientras que en el contexto del pensamiento contractualista
moderno los derechos procederían precisamente de aquello que establecen las
normas elegidas por los hombres de las comunidades.
No
es el caso que resolvamos ahora esta disyuntiva. Sólo la hacemos evidente, para
ponernos a pensar por ejemplo en el contexto del pensamiento de Kant, si el que
uno tiene derecho a la libertad sea un asunto que procede de la ley o de su
condición natural. Es claro que para Kant se trata de una condición natural,
pues por ser racional está inscrito en él la posibilidad de una vida autónoma
tanto como el respeto de su dignidad.
Más
es necesario caer en la cuenta que hoy en día existen argumentos muy sólidos
que cuestionan la idea de una tal “naturaleza humana”, de donde cabría pensar
que más bien tales derechos, cuyo respeto es una buena idea para la convivencia
pacífica entre los hombres, son fruto del diálogo y consenso, y no derivados de
instancias trascendentales ubicadas en lo divino o en la condición racional
natural humana.
Los
hombres hoy son conscientes del racionalismo que despertó ideologías que lejos
de buscar la vida pacífica entre los hombres, buscaron la idea de justicia, la
justicia para unos hombres violando, por ejemplo, el derecho a la vida de
otros. Hoy existe una sensibilidad aguda sobre aquellos relatos que parecen
venir de fuera de la sociedad y que violan los derechos de uno en nombre de
unos derechos que pueden estar más enraizados en teorías, ideas de lo real, que
en lo real mismo, en la condición contingente de los seres humanos.
La
sospecha puesta sobre el discurso iusnaturalista de corte religioso se extiende
igualmente en una sociedad que ha apostado por la tolerancia religiosa, por el
relativismo y por una lógica que distingue lo justo de lo moral, y que lejos de
buscar el bien, una idea de bien, persigue en cambio lo que en cada caso es “correcto”.
Aún
no se ha dicho la última palabra sobre estas cuestiones relativas a la
fundamentación filosófica de los derechos humanos, y sólo he pretendido motivar
un estudio profundo sobre el tema, para su discusión posterior.
[1]
Licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Profesor de Filosofía de la Universidad de San Martín de Porres, del Seminario
Mayor “San Martin de Porres” de la diócesis de Chosica, y del Instituto de
Estudios Social Cristianos. Actualmente realiza una investigación sobre la
ética utilitaria, y realiza los estudios conducentes al grado de doctor en filosofía
en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
1 comentario:
Sabemos que hay una contradicción, con el pensamiento posmoderno y la muerte del relato cristiano. Tomado el cristianismo como un mecanismo de control social. No sé profesor, si es que fuese posible que cuelgue en la Nave alguna parte del libro " Modernidad líquida y la fragilidad de los vínculos humanos" de Bauman, o de repente algún video relacionado; con la finalidad que queden un poco más claros los fundamentos y declive de la Modernidad. Gracias.
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