lunes, 14 de septiembre de 2009

VERDAD PARA UN MUNDO LIBRE


Sin Dios el hombre no sabe adónde ir
ni tampoco logra entender quién es

En el contexto filosófico contemporáneo resulta sin más algo precipitado hablar enfáticamente desde la verdad. Es como si los pensadores asistieran a un velorio: Dios ha muerto y con él la única verdad, y nadie debiera hacer bulla.
La idea de tolerancia, así como en general los presupuestos liberales que justificarían la existencia autónoma de las personas, son el coro con el que se celebran las exequias, y la voz que asomara vinculando la fe, la esperanza e incluso la verdad del amor para un mundo relativista, podría ser una voz disonante. Caritas in Veritate ha colocado, como hace tiempo lo viene haciendo la Doctrina Social de la Iglesia, la voz que reclama la verdad en el contexto de una crítica a la situación moral del presente liberal. Hablar sin embargo desde la verdad, para la Doctrina Social de la Iglesia, es hablar desde la asunción de Dios como la verdad. Todo esto supone un grave problema. ¿Cómo poder hablar desde la verdad en un mundo que parece dejar incólume la libertad a costa de renunciar a la verdad? ¿Y cómo, además, hablar del Dios Verdad en un mundo marcado por la pluralidad de hecho, y por la pluralidad religiosa en especial?

El extrañamiento de la fe y la razón no es un asunto de estos tiempos. La historia de occidente se ha visto marcada por este extrañamiento a lo largo de las formas que ha ido tomando la conciencia de la justicia y la verdad. Particularmente tal extrañamiento se consolida a fines de la edad media y con el surgimiento de la modernidad. Este hiato, que podría ser también visto como el hiato que conmueve al hombre y lo lleva a buscar la verdad, a hacer filosofía, fue conjurado algunas veces y célebremente por San Agustín y Santo Tomás de Aquino. La tarea de volver a su necesaria vinculación para el presente la escuchamos también cuando Juan Pablo II escribiera Fides et ratio. Y esto por la acuciante realidad relativista que afecta la vida moral del hombre:
 “En el contexto social y cultural actual, en el que está difundida la tendencia a relativizar lo verdadero…” (Benedicto XVI, 2009,4)
Hoy, a siglos de aquellas experiencias filosóficas y teológicas, parece que nos hallamos impulsados a acometer la misma tarea para un contexto diferente. Se trata de los mismos hombres, pero de un mundo más complejo. El mundo obedece a la lógica de la ciencia y la técnica, evalúa las cosas como la propia vida utilizando criterios de costo-beneficio, se han ganado ciertos principios que organizan la vida moral del hombre, pero a costa de renunciar a la idea rectora de Dios-Sabiduría. La libertad es un valor fundamental en el que concuerdan gran parte de la humanidad, y sin embargo no se trata precisamente ni exclusivamente de la libertad que provenga de creer en Dios-Verdad.
Caritas in Veritate parece sin embargo indicar que lo que al mundo le hace falta, al mundo científico y técnico del presente, al mundo que aprecia la libertad y la libertad religiosa en particular, es la presencia de Dios:
 “La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad.” (Benedicto XVI, 2009)
Con esas palabras inicia la encíclica Benedicto XVI y el tono afirmado en el Dios Verdadero y por ser verdadero, fuente de la caridad verdadera, se mantendrá a lo largo de todo el texto. El contexto de aparición de la crítica es el capitalismo liberal, cuyas promesas son puestas en cuestión toda  vez que se afirma más en una concepción del hombre desterrado del seno de Dios, y por tanto abandonado a los giros y  formas que adquiera la verdad. Su sospecha del uso de la técnica (poniendo entre paréntesis la ética) no hace sino confirmar su convicción de que el hombre de hoy necesita de Dios para lograr desarrollarse humana e integralmente. Así lo expresa Benedicto XVI (2009):
“Considerar ideológicamente como absoluto el progreso técnico y soñar con la utopía de una humanidad que retorna a su estado de naturaleza originario, son dos modos opuestos para eximir al progreso de su valoración moral y, por tanto, de nuestra responsabilidad.”
Pero cómo aparecerá Dios para el hombre de hoy. Es tal vez innecesario decir que no se trata sólo de tener un mismo Dios - si eso fuera posible en el mundo sería seguramente un mundo feliz o mejor que este, o quizás el peor de los mundos imaginables. Los proyectos racionales de lograr tal fin han sido fatales, pues por Dios se pudo colocar cualquier mito o forma ideológica que lo reemplazara y los resultados han sido formas totalitarias abiertas o encubiertas, como parece ocurrir con la ciencia y la tecnología ahora. Y sin embargo, Dios es una realidad que reclama nuestra atención toda vez que el hombre no ha renunciado a su experiencia religiosa, y más aún, las religiones parecen ser el tesoro moral tradicional que guardaría, desde hace tiempo, los principios de una vida llevadera con el prójimo- aunque el reverso ha sido trágicamente visible también.
No obstante ello, aún no hemos respondido a la pregunta de cómo aparecerá Dios para el hombre. Podríamos seguir la ruta que nos llevó a su eclipse. Esto es la modernidad. Pero podríamos decir todavía más, que en la propia lengua humana se extravió el lenguaje de Dios. Nuestro conocimiento se articula en un lenguaje que obedece a ciertas pautas que son la forma lógica que tiene todo discurso. En él las cosas tienen sentido, y así pues ciertas cosas tendrían sentido en un mundo, aquel donde se hace uso de un tipo de lenguaje, y carecerían del mismo en otro, aquel cuya forma lingüística difiere del primero. Si nuestro lenguaje dibuja los confines de nuestro mundo entonces no podríamos hablar de valores universales, sino ahí donde el entendimiento universal es posible. Ese entendimiento tiene un fruto: son los derechos humanos, los cuales tiene relativamente pocos años. De hecho, después de la segunda guerra mundial, se consolidaron y son ahora el marco valorativo que haría posible el entendimiento humano, un entendimiento sin necesidad de partir de confesión religiosa alguna.
No obstante ello, a pesar de tales derechos y su positividad en las normas y reglas que configuran la vida civil de las personas en buena parte del planeta, el resultado es todavía lamentable si consideramos la mortalidad infantil, el desempleo, la crisis financiera actual y en general si observamos los índices de desarrollo en el mundo, donde no se puede hablar precisamente ni de libertad, ni de igualdad, ni de equidad, ni de justicia ni precisamente, y como corolario de lo anterior, de paz. La vida de las personas es un asunto por resolver y de manera urgente, y no parecen bastar las declaraciones y las buenas intenciones de los organismos internacionales, los esfuerzos de los estados desarrollados en su apoyo a los subdesarrollados. Hay algo que está fallando en la ecuación, y Benedicto XVI dice que eso es la Verdad:
“La verdad preserva y expresa la fuerza liberadora de la caridad en los acontecimientos siempre nuevos de la historia. Es al mismo tiempo verdad de la fe y de la razón, en la distinción y la sinergia a la vez de los dos ámbitos cognitivos. El desarrollo, el bienestar social, una solución adecuada de los graves problemas socio-económicos que afligen a la humanidad, necesitan esta verdad” (2009, 5).
Pasa con la verdad que ella no se opone a la falsedad. No cuando se trata de Dios-Verdad. Y ese es uno de los puntos fundamentales del desencuentro de la religión católica con la cultura relativista y liberal que prefiere la libertad a cualquier forma de verdad única. La verdad que es Dios no es un concepto, no es ni siquiera el más universal de los conceptos. Tiene a mi parecer la misma estructura del Ser que buscaba Martin Heidegger, como aquello que es lo más universal aunque no es un universal. Su universalidad por lo tanto no sólo tiene que ver con la lógica que descubre lo verdadero y lo distingue de lo falso, es más bien una universalidad que nos impulsa a ir más allá de nuestra particularidad, y que no puede hacérsenos visible sino es a través de la experiencia de Dios. Una manifestación de lo divino parece imposible en estos tiempos, pero el mundo es el mismo, somos los hombres los que en estos tiempos lo vemos diferente. No podemos creer que Grecia fue la infancia de nuestro mundo y que ahora nos hallemos en la adultez. Parece ser más bien que así, como en todo tiempo, hoy también somos convocados a pensar de manera renovada en aquella realidad que está en la inmediatez de nuestra experiencia pero que nuestro aparato lógico apenas nos ayuda a vislumbrar. Ese aspecto sobrenatural de la experiencia nos fuerza a ir más allá del puro empirismo cósico que en lugar de descubrirnos el mundo, nos lo encierra en números y cantidades que, sin embargo, tienen una objetividad a la que mi vida práctica se ha acostumbrado. Así lo expresa Benedicto XVI: “Sin verdad se cae en una visión empirista y escéptica de la vida, incapaz de elevarse sobre la praxis”
Esa visión empirista y escéptica es la cuna de la moral que hoy se inscribe en la mayoría de los hombres, especialmente de aquellos que manejan la economía de los pueblos y que se esconden bajo la idea de que uno debe respetar los procesos y mecanismos del libre mercado. El utilitarismo no tiene otro origen que aquella fuente donde verdad y falsedad se oponen. Y lo verdadero adquiere tal status por su consistencia física para mis sentidos y mi razón finalmente. La renuencia a pronunciarse sobre Dios, que pintaría de mejor manera al científico responsable, que tendría las manos limpias de aquellos que se resisten a creer por las razones que se imponen a su conciencia, parten de estas limitaciones de orden gnoseológico. El agnóstico es un escéptico encubierto, y el escéptico en realidad es tan arbitrario como el relativista, y tan contradictorio como él. Después de todo, detrás de su supuesta pulcritud epistemológica se esconde un deseo de verdad, y por qué no de poder, que ya había denunciado el mismo Nietzsche al desenmascarar toda moral y diagnosticar para el hombre de hoy el nihilismo como su enfermedad.
Y si es que la moral católica, se presenta como el recurso más idóneo para un encuentro de los hombres entre sí para la construcción conjunta del Bien Común, solidariamente y respetando la dignidad de la persona, es porque la moral católica no se impone ni quiere hacerlo, como una sobre todas. Su moralidad es en principio una invitación a la vida en Dios, una invitación a la recuperación de los modos racionales de pensar la fe, y la invitación de incorporar la experiencia de la fe en Dios en los procesos racionales de descubrimiento.
Sólo en una vida que acoge esta experiencia en su vida se le muestra a uno la caridad que va más allá de la justicia: “toda sociedad elabora un sistema propio de justicia. La caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo «mío» al otro; pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es «suyo», lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar. No puedo «dar» al otro de lo mío sin haberle dado en primer lugar lo que en justicia le corresponde. Quien ama con caridad a los demás, es ante todo justo con ellos. No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es «inseparable de la caridad”.
La experiencia de Dios-Verdad abre al hombre a la lógica de Dios que no precisamente concuerda con la lógica humana, en ello el hombre tiene una ventaja sin precedente. Puede reconocer que sus solas fuerzas no bastan para lograr su desarrollo integral ni el de su comunidad. Por esa experiencia descubre a su comunidad. Se reconoce acompañado y responsable de los otros, y por lo tanto, la experiencia del Dios-verdad lo lleva a salir de sí hacia el otro.
Pero la experiencia del Dios-Verdad no es sino la experiencia del Dios-Amor, así, el amor, y el amor humano en especial, vendría a ser la puerta de entrada a aquella experiencia del Dios-Verdad, y más aún, la condición para una verdadera vida caritativa.

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