sábado, 16 de febrero de 2013

ESPERANDO A LOS BÁRBAROS


Los textos dicen más de lo que sus autores quisieron decir. Parece una regla. A veces no dicen o dicen menos, pero eso depende de la creatividad del autor o de la imaginación del lector. Cuando se lee un texto, una novela por ejemplo, parece que uno se  enfrenta a una suerte de revelación. El autor dice de diversas maneras algo y buscaría con ello conmovernos en algún sentido. Escribir entonces pone al autor, como al lector, en una supuesta misma dirección. Pero, supongo que para nadie es un secreto que los textos se despliegan en múltiples y diversas direcciones y que los lectores recorren así diversas sendas, incluso algunas que podrían ser reveladoras para el propio autor del texto. El lector recrea el sentido del texto y revela otra realidad, o verdad, o sentencia a su autor.

Ocurre entonces que los textos literarios, y aquí estoy hablando de la novela, no se pueden interpretar en un solo sentido. No habría que rasgarse las vestiduras por el error de interpretación de aquel o el propio. En un texto literario parece que - y no siempre ocurre - la palabra se manifiesta, habla ella sola, y de tal modo que deja ser al lector, quien a fin de cuentas halla una vinculación especial entre la obra y su persona, que no es ya, como quizás alguien pensó, entre el autor y su persona.

Las obras literarias tienden a separarse de sus autores, tienden a adquirir vida propia. Y en ese sentido, quizás, esté bien decir que los escritores son “creadores”. Y es evidente también, para mí ahora lo es, que una obra literaria tiene un efecto en la realidad al punto que la modifica, y esas obras que modifican la vida de un lector, ya son obras propias de un “creador”. Es cierto, hay novelas que no dicen nada, no hacen nada, y sólo ocupan un lugar en el espacio. Dios nos libre de ser creadores de fenómenos así.

No es el caso de “Esperando a los bárbaros” de Coetzee.